Cercado de Lima: anciana de 90 años vive sus últimos días entre la pobreza y el olvido
Anastasia Ibarra fue abandonada hace ocho años. Su salud se ha resquebrajado y el lugar en que vive es precario. Las autoridades no han colaborado con su caso
Su mirada se pierde en medio del desorden y de la suciedad de un cuarto de tres por tres de triplay y drywall, enmohecido, sumamente precario y por el que se cuelan ruidos ensordecedores y animales como ratas y arañas en el Cercado de Lima.
A duras penas, la ancianita de 90 años puede valerse por sí para tomar una taza de té o para levantarse de la cama. Pero hacer otras actividades comunes y automáticas para la mayoría, a Atanasia Ibarra Montes le resultan casi imposibles por la fragilidad de su condición.
Por ejemplo, colocarse una chompa o recoger algún balde debajo del pequeño catre sobre el que descansa un colchón de esponja con un forro rasgado y polvoriento es todo un desafío para la mujer cuyo estado de salud no es óptimo.
No tiene familia y nadie la ha ido a buscar al 814 del jirón Huancavelica, donde vive de la caridad de algunos vecinos como José Parra, el propietario del predio que la asiste siempre y que intenta ayudarla como puede, aunque sabe que no es suficiente.
Una persona, hace ocho años, la llevó a la quinta propiedad de Parra y pidió que le den un pequeño espacio por algunos días, sin embargo ese hombre nunca más apareció. En todo este tiempo, desde entonces, la salud de la mujer, que padece de constantes temblores en el cuerpo, se ha visto sumamente resquebrajada.
Parra envió cartas a la Beneficencia pública en las que pidió ayuda para que puedan albergar a la ancianita y que le den calidad de vida. Sin embargo, las respuestas fueron siempre negativas. No se quisieron hacer cargo y el caso lo mandaron al archivo, según cuenta.
Por fortuna, Atanasia está afiliada al Seguro Integral de Salud y cobra Pensión 65, pequeño monto que sirve para su alimentación. Pero con su enfermedad es casi imposible que ella haga cosas por su cuenta, vivir es casi una agonía lenta para la nonagenaria.
Las paredes de su cuarto están ennegrecidas por el humo denso y tóxico que deja el pasar de camiones y buses desde afuera. El piso de baldosas de cerámica exhibe la suciedad de años sin haber sido limpiado. Y sobre él, tinas, baldes, plásticos e incluso comida que doña Anastasia coloca para tomar con facilidad cuando está echadita en su precaria cama.
Sus pocas ropas sucias se confunden entre bolsas y restos de blister de pastillas que en algún momento tomó y que quedaron ahí, a la espera de ser desechadas. Pero nadie lo hace. Anastasia ve el final de su vida sin una compañía que la asista y casi en la total soledad.
El único lugar de luz en su oscuro cubículo es un pequeño altarcito improvisado en el que se yerguen imágenes del Señor de los Milagros, una fotografía de la Virgen del Carmen, cuatro rosarios y un pequeño reloj de velador sucio que parece haber dejado de funcionar hace años.
Doña Anastasia está lúcida, pese a que no se le puede entender con facilidad, las pocas ideas que expresa tienen coherencia, sin embargo hablar para ella es un reto al que no está acostumbrada a ser sometida. Su mirada dice ahora, sobre aquello que necesita, mucho más de lo que pudieran decir sus palabras.
A la espera de que alguna institución como el Inabif o el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis) puedan ayudarla y darle calidad de vida y un albergue digno pasan los días de Anastasia Ibarra Montes, la valiente mujer que se aferra a vivir pero que solo ha recibido, hasta ahora, indiferencia y olvido de las autoridades y de una propia familia que ya no tiene y que la ha olvidado.
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